La casa es grande y me recuerda un poco a la primaria donde estudié.
Muchos niños que juegan.
Dos caen en un hoyo en la tierra.
El hoyo es profundo y angosto.
Un niño y una niña.
Yo corro a sacarlos, estiro mi mano, el niño la toma y lo saco de ahí rápidamente. Estiro mis manos de nuevo y veo que la niña está rodeada de gusanos enormes, del tamaño de víboras, amarillos, gordos, con la cabeza negra. Uno de ellos me muerde la mano, el momento es eterno, intento moverme pero no puedo, el gusano no me suelta.
El momento termina.
Saco la mano y veo como los gusanos rodean a la niña, cada vez son más, se amontonan unos sobre otros hasta que la única parte visible de la niña es su manita extendida hacia mí. No puedo meter mi mano en el hoyo, me da mucho miedo, no puedo.
Tengo un gancho de metal en la mano, lo meto en el hoyo y oigo algo que se rompe. En segundos, el hoyo se inunda con agua clara y limpia.
La niña se va a ahogar.
Los gusanos no.
Me siento como una mierda, siento que me voy a morir, que me quiero morir, que debo morir. Tengo tantas ganas de llorar, pero no puedo. No tengo lágrimas.
Ahora hay adultos a mi alrededor, hay largas mesas en el patio. Una señora me dice que un caldo de res con verduras me va a hacer sentir mejor. Me siento en medio de cientos de adultos en esas largas mesas y empiezo a comerme un caldo de res con verduras. El caldo no sabe a nada, pero al acabármelo me siento mejor.